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Quina relació va tenir Ratzinger amb Hans Küng?

Es coneixen durant un congrés a Innsbruck el 1957. Amb ell i amb Rahner i altres (Edward Schillebeeckx, Yves Congar, …) participà inicialment (1965) a la revista Concilium, de la qual se separarà posteriorment per fundar Communio amb altres teòlegs com Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac, Walter Kasper o Marc Ouellet el 1972.

Küng havia rebut ja els advertiments del Vaticà pel llibre titulat Die Kirche (1967), que per cert va aparèixer a la col·lecció Investigacions ecumèniques, fundada per ell i per Ratzinger. Més clarament fou Küng advertit pel seu ¿Infalible? Una pregunta, de 1970.  El mes de gener de 1971 el teòleg suís fou convocat a una reunió a Munic, amb Schlier i Ratzinger a l’altra banda de la taula. El 8 de febrer apareix una nota crítica sobre les tesis que Küng defensa en aquest llibre. Ratzinger havia escrit, per la seva banda, que la teologia del seu col·lega era una teologia “sense el dogma i també en contra d’ell”.

El 1977 Küng fou convocat davant dels bisbes alemanys per discutir sobre el seu llibre Ser cristià (1974), i va rebutjar Ratzinger com a possible interlocutor.

La divergència de criteri s’ha mantingut des de llavors, malgrat un cert acostament a l’inici del pontificat de Benet XVI.

¿Qué relación tuvo el teólogo Ratzinger con Hans Küng?

Se conocen durante un congreso en Innsbruck en 1957. Con él y con Rahner y otros (Edward Schillebeeckx, Yves Congar,…) participó inicialmente (1965) en la revista Concilium, de la que se separará posteriormente para fundar Communio con otros teólogos como Hans Urs von BalthasarHenri de LubacWalter KasperMarc Ouellet en 1972.

Küng había recibido ya las advertencias del Vaticano por el libro titulado Die Kirche (1967), que por cierto apareció en la colección Investigaciones ecuménicas, fundada por él y por Ratzinger. Fue nuevamente advertido por su ¿Infalible? Una pregunta, de 1970.  El mes de enero de 1971 el teólogo suizo fue convocado a una reunión en Munic, con Schlier y Ratzinger al otro lado de la mesa. El 8 de febrero aparece una nota crítica sobre las tesis que Küng defensa en este libro. Ratzinger, por su parte, escribió que la teología de Küng termina “en lo abstruso” y que es una teología “sin el dogma y también en contra de él”.

El 1977 Küng fue convocado ante los obispos alemanes para discutir sobre su libro Ser cristiano (1974), i rechazó a Ratzinger como posible interlocutor.

La divergencia de criterio se ha mantenido desde entonces, a pesar de un cierto acercamiento al inicio del pontificado de Benedicto XVI.

Carta abierta de George Weigel a Hans Küng

Traducción de: http://ensayosdeclaroscuro.blogspot.com/2010/05/carta-abierta-de-george-weigel-hans.html

Versión en inglés: https://bxvi.wordpress.com/2010/04/21/an-open-letter-to-hans-kung/

Estimado Sr. Kung,

Hace un decenio y medio, uno de sus colegas -uno de los más jóvenes teólogos progresistas del Vaticano II- me contaba cómo os había amablemente dedicado una advertencia al comienzo de la segunda sesión del concilio. Éste distinguido estudioso de la biblia y promotor de la reconciliación entre judíos y cristianos recordaba que, en aquellos difíciles días, acostumbraba usted conducir por los alrededores de Roma un Mercedes rojo candente descapotable, al que su amigo suponía ser un fruto del éxito que había tenido su libro “El concilio: reforma y reunión”
Tales alardes con el coche alarmaron a su colega, pareciéndole un imprudente e innecesario auto-bombo, teniendo en cuenta que algunas de sus más arrojadas opiniones, así como su talento para lo que después sería conocido como frasecitas oportunas, estaban ya haciendo levantar las cejas y las furias en la Curia romana. Por ello, así es como a mí me contaron la historia, su amigo un día le llamó aparte y le dijo a usted, utilizando un término francés que ambos entendisteis: “hans, te estás convirtiendo en demasiado evident”
Siendo el hombre que él sólo inventó un nuevo tipo de personalidad mediática mundial -el de teólogo disidente como estrella internacional- doy por supuesto que el aviso de su amigo no le alteró demasiado. En 1963 ya estaba usted decidido a crear un singular y personal camino, y ya conocía lo suficiente de los medios para saber que una prensa obsesionada con historias del tipo man-bites-dog (un hombre muerde a un perro) de un sacerdote-teólogo disidente le daría a usted un megáfono con el que expresar sus puntos de vista. Imagino que se encontraría decepcionado con el difunto Juan Pablo II quien, para desmantelar este escenario, anuló su mandato eclesiástico para enseñar como profesor de teología católica; como consecuencia, ásperamente denigró usted la supuesta inferioridad intelectual de Karol Wojtyla, en un volumen de sus memorias que, hasta hace poco, representaba el nivel más bajo de una polémica carrera en la que usted ha llegado a ser demasiado evident como persona poco capaz de conceder inteligencia, decencia o buena voluntad a sus adversarios.
Y digo hasta hace poco porque su carta abierta del 16 de abril a los obispos del mundo, que primero he leído en el Irish Times, crea un nuevo modelo para esta forma de odio particular conocida como el odium theologicum y por una condena malvada a un antiguo amigo que, tras su ascensión al papado, fue generoso con usted, al mismo tiempo que le animaba en algunos aspectos de su trabajo actual.
Antes de pasar al ataque contra la integridad del Papa Benedicto XVI permítame, sin embargo, observar que su artículo pone en penosa evidencia la falta de atención con la que ha seguido usted las cuestiones sobre las que se pronuncia con aire de infalible seguridad y que habría hecho enrojecer las mejillas de Pío IX.
Parece usted alegremente indiferente al caos doctrinal que afecta a una gran parte del protestantismo europeo y norteamericano, lo cual ha generado unas circunstancias en las que un serio diálogo ecuménico y teológico está gravemente amenazado.
Toma usted como cosa segura los ataques más rabiosos contra Pío XII, claramente ignorante de que recientes investigaciones han desplazado el acento hacia el coraje que Pío XII tuvo en la defensa de los judíos europeos (sin que eso afecte a lo que uno pueda pensar sobre su ejercicio de la prudencia)
Tergiversa usted los efectos del discurso del 2006 de Benedicto XVI en Ratisbona, que desestima como caricatura del Islam. De hecho, el Discurso de Ratisbona reenfocó el diálogo Católico-islámico en dos de los temás en los que esta conversación necesita urgentemente engranarse: libertad religiosa como fundamental derecho humano que puede ser conocido por la razón, y la separación de las autoridades política y religiosa en los estados del siglo XXI.
No parece usted comprender lo que realmente puede frenar el VIH/SIDA en África, y alude usted al manido mito de la superpoblación en un momento en que las tasas de fertilidad están cayendo por todo el globo y Europa está entrando en un invierno demográfico creado a propia conciencia.
Parece que usted olvida la prueba científica subyacente en la defensa de la Iglesia al estatus moral del embrión humano, al mismo tiempo que la acusa, falsamente, de oponerse a la investigación con las células madre.
¿Cómo puede usted desconocer estas cosas? Obviamente, usted es un hombre inteligente; en una ocasión hizo un innovador trabajo en teología ecuménica. ¿Qué le ha pasado?
Tal vez lo que ha pasado es que usted se ha perdido la discusión sobre el correcto sentido y hermenéutica del Concilio Vaticano II. Así se explica por qué continúa usted, sin descanso desde hace 50 años, su cruzada hacia un catolicismo liberal protestante, justamente en el momento en el que el proyecto liberal protestante está en pleno colapso por su incoherencia teológica inherente. Y es por eso por lo que se ha metido usted en una campaña viciosa de difamación contra un antiguo colega del Vaticano II, Joseph Ratzinger. Antes de entrar en este tema, permítame continuar, brevemente, con lo de la hermenéutica del concilio.
Bien que usted no sea el exponente teológicamente más logrado de lo que Benedicto XVI denominó la hermenéutica de ruptura en sus navidades del 2005 dirigiéndose a la Curia romana, es usted, sin lugar a dudas, el miembro internacionalmente más visible de un envejecido grupo que continua insistiendo en que el período 1962-1965 marca una etapa decisiva en la historia de la Iglesia Católica: el momento de un nuevo comienzo, en el que la Tradición sería destronada del lugar que había tomado como primera fuente de la reflexión teológica, para ser reemplazada por un Cristianismo que incesantemente deja al “mundo” preparar la agenda de la Iglesia (utilizando el moto que el concilio mundial de las Iglesias utilizó)
La lucha entre esta interpretación del concilio y la defendida por los padres conciliares como Ratzinger y Henri de Lubac dividieron el mundo teológico católico post-conciliar en dos facciones en discordia con dos revistas enfrentadas: Concilium¸ para usted y sus colegas progresistas, Communio para aquellos que usted continuaba a denominar como reaccionarios. Que el proyecto defendido por Concilium haya llegado a ser cada vez más improbable a lo largo del tiempo y que la joven generación de teólogos, especialmente en Norteamérica, gravitara hacia la órbita del Communio no ha debido de ser una experiencia agradable para usted.Y que el proyecto Communio haya orientado de forma decisiva los debates del Sínodo extraordinario de obispos de 1985, convocado por Juan Pablo II para celebrar los logros del Vaticano II y evaluar su completa puesta en obra en el vigésimo aniversario, debe de haber sido otro golpe.
Sin embargo, me aventuro a suponer que el hierro entró realmente en su alma cuando, el 22 de Diciembre del 2005, el recién elegido Papa Benedicto XVI –el hombre al que en una ocasión apoyó para conseguir la plaza de la facultad teológica de Tübingen- se dirigió a la Curia Romana y sugirió que la discusión se había terminado y que “la hermenéutica conciliar de la reforma”, que suponía la continuidad con la Gran Tradición de la Iglesia, había prevalecido sobre la “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”.
Tal vez, mientras bebía usted una cerveza junto a Benedicto XVI en Castel Gandolfo en el verano del 2005, imaginó que, de alguna forma, Ratzinger había cambiado de opinión en una cuestión tan importante. Obviamente, no lo había hecho. Me deja perplejo que pudiera usted siquiera imaginar que él podía aceptar su punto de vista sobre lo que supondría “un renovamiento continuo de la Iglesia”. Pero su análisis de la situación católica contemporánea llega a ser poco más plausible cuando se lee, más adelante en su reciente artículo de opinión, que los últimos papas han sido autócratas en relación a los obispos; de nuevo, uno se pregunta si ha prestado usted suficiente atención. Pues parece de por sí evidente que Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI han sido dolorosamente reticentes –algunos dirían que desafortunadamente reticentes- para disciplinar a obispos que se han mostrado incompetentes y dañinos y que, debido a ello, han perdido su capacidad para enseñar y liderar: una situación que muchos de nosotros esperamos que cambie, y que cambie pronto, a la luz de las últimas polémicas.
De alguna manera, por supuesto, ninguna de sus quejas sobre la vida católica post-conciliar es nueva. Sin embargo, para alguien que en verdad se preocupa por el futuro de la Iglesia Católica como testigo de la verdad de Dios para la salvación del mundo, insistir en el discurso con el que nos urge parece ser cada vez más contradictorio: que un Catolicismo creíble habrá de surcar el mismo camino ya pisado en recientes décadas por distintas sectas protestas y que, conscientes o no de ello, han seguido una u otra versión de sus consejos para adoptar una hermenéutica de ruptura con la Gran Tradición Cristiana. De todas formas, esa es la idea fija que ha adoptado usted desde la época en la que uno de sus colegas se preocupaba de que se estuviera usted convirtiendo en demasiado evident; y como ese ser evident le ha mantenido, al menos en las páginas de opinión de los periódicos que comparten su lectura de la tradición Católica, supongo que es mucho suponer que vaya usted a cambiar, o siquiera modificar, sus puntos de vista, incluso si hasta las más nimias evidencias empíricas de las que se dispone sugieren que el camino que usted propone es el del olvido para las iglesias.
Lo que sí podría esperarse, sin embargo, es que usted se comportara con un mínimo de integridad y decencia elemental en las controversias en las que se mete. Entiendo tan bien como cualquiera el odium theologicum, pero, con total franqueza, debo decirle que en su último artículo ha cruzado usted una línea que no debía de haber cruzado al escribir lo siguiente:
No puede silenciarse que el sistema de ocultamiento puesto en vigor en todo el mundo ante los delitos sexuales de los clérigos fue dirigido por la Congregación para la Fe romana del cardenal Ratzinger (1981-2005)
Esto, señor, no es verdad. Me niego a creer que usted sabía que esto era falso y que, aún así, lo escribió, porque eso supondría que se ha usted condenado conscientemente como un mentiroso. Pero al asumir que usted no sabía que esta frase estaba tejida de mentiras, aparece usted como un ignorante tan manifiesto sobre cómo son asignadas las competencias en los casos de abuso sexual en la Curia Romana, antes de que Ratzinger tomara el control del proceso y lo pusiera bajo la competencia del CDF en el 2001, que pierde usted toda posibilidad de ser tomado en serio sobre este o sobre cualquier otro asunto que concierna a la Curia romana y al gobierno central de la Iglesia Católica.
Tal vez usted no lo sepa, pero he sido un vigoroso crítico, y espero que responsable, de la forma en que los casos de abuso sexual eran (mal)llevados por los obispos individuales y por las autoridades de la Curia antes de finales de los noventa, cuando el entonces Cardenal Ratzinger comenzó a luchar por un cambio mayor en el tratamiento de los casos (si está usted interesado, consulte mi libro del 2002, El coraje de ser católico. Crisis, reforma y futuro de la Iglesia)
Por ello, hablo con cierto conocimiento de causa, desde el que me apoyo cuando digo que la descripción que hace usted sobre el papel de Ratzinger, tal y como está más arriba citado, no solo es ridícula para cualquiera familiarizado con esta historia, sino que está desmentido por la experiencia de los obispos americanos que, sistemáticamente, han encontrado en Ratzinger a alguien cuidadoso, dispuesto a ayudar y profundamente preocupado por la corrupción del sacerdocio debida a una pequeña minoría de abusadores, al mismo tiempo que afligido por la incompetencia o mala conducta de obispos que tomaron las promesas de la psicoterapia mucho más en serio de lo que ésta merecía, o carecieron del coraje moral necesario para enfrentarse a lo que tenía que ser enfrentado.
Reconozco que los autores no escriben los epígrafes, en ocasiones horrorosos, que son colocados en la sección de opinión. Aún así, firmó usted una pieza tan ácida –de por sí indigna de un antiguo sacerdote, de un intelectual o de un caballero- que permitió a los editores del Irish Times resumir así su artículo: el Papa Benedicto ha empeorado la situación en todo lo que no marcha en la Iglesia Católica, y él es directamente responsable de haber organizado a nivel mundial el ocultamiento de las violaciones a menores cometidas por los sacerdotes, según esta carta abierta a todos los obispos Católicos”. Esta grotesca falsificación de la verdad tal vez pueda demostrar hasta dónde puede el odium theologicum conducir a una persona. Pero eso no la hace menos vergonzosa.
Permítame sugerirle que le debe usted una disculpa al Papa Benedicto XVI por lo que –hablando objetivamente- es una calumnia que ruego haya sido cometida en parte por ignorancia (si no por la ignorancia culpable). Le aseguro que estoy a favor de una profunda reforma de la Curia Romana y del episcopado, y de tales proyectos doy cuenta con más detalle en God’s Choice: Pope Benedict XVI and the Future of the Catholic Church, libro del que me placería enviarle una copia en alemán. Pero no puede haber una auténtica reforma en la Iglesia si no se pasa antes por el escarpado y estrecho valle de la verdad. La verdad ha sido masacrada en su artículo del Irish Times. Eso significa que ha hecho usted retroceder la causa de la reforma.
Con la garantía de mis oraciones,
George Weigel

An Open Letter to Hans Küng

George Weigel // First Things

http://www.firstthings.com/onthesquare/2010/04/an-open-letter-to-hans-kung

Dr. Küng:

A decade and a half ago, a former colleague of yours among the younger progressive theologians at Vatican II told me of a friendly warning he had given you at the beginning of the Council’s second session. As this distinguished biblical scholar and proponent of Christian-Jewish reconciliation remembered those heady days, you had taken to driving around Rome in a fire-engine red Mercedes convertible, which your friend presumed had been one fruit of the commercial success of your book,The Council: Reform and Reunion.

This automotive display struck your colleague as imprudent and unnecessarily self-advertising, given that some of your more adventurous opinions, and your talent for what would later be called the sound-bite, were already raising eyebrows and hackles in the Roman Curia. So, as the story was told me, your friend called you aside one day and said, using a French term you both understood, “Hans, you are becoming too evident.”

As the man who single-handedly invented a new global personality-type—the dissident theologian as international media star—you were not, I take it, overly distressed by your friend’s warning. In 1963, you were already determined to cut a singular path for yourself, and you were media-savvy enough to know that a world press obsessed with the man-bites-dog story of the dissenting priest-theologian would give you a megaphone for your views. You were, I take it, unhappy with the late John Paul II for trying to dismantle that story-line by removing your ecclesiastical mandate to teach as a professor of Catholic theology; your subsequent, snarling put-down of Karol Wojtyla’s alleged intellectual inferiority in one volume of your memoirs ranked, until recently, as the low-point of a polemical career in which you have become most evident as a man who can concede little intelligence, decency, or good will in his opponents.

I say “until recently,” however, because your April 16 open letter to the world’s bishops, which I first read in the Irish Times, set new standards for that distinctive form of hatred known as odium theologicum and for mean-spirited condemnation of an old friend who had, on his rise to the papacy, been generous to you while encouraging aspects of your current work.

Before we get to your assault on the integrity of Pope Benedict XVI, however, permit me to observe that your article makes it painfully clear that you have not been paying much attention to the matters on which you pronounce with an air of infallible self-assurance that would bring a blush to the cheek of Pius IX.

You seem blithely indifferent to the doctrinal chaos besetting much of European and North American Protestantism, which has created circumstances in which theologically serious ecumenical dialogue has become gravely imperiled.

You take the most rabid of the Pius XII-baiters at face value, evidently unaware that the weight of recent scholarship is shifting the debate in favor of Pius’ courage in defense of European Jewry (whatever one may think of his exercise of prudence).

You misrepresent the effects of Benedict XVI’s 2006 Regensburg Lecture, which you dismiss as having “caricatured” Islam. In fact, the Regensburg Lecture refocused the Catholic-Islamic dialogue on the two issues that complex conversation urgently needs to engage—religious freedom as a fundamental human right that can be known by reason, and the separation of religious and political authority in the twenty-first century state.

You display no comprehension of what actually prevents HIV/AIDS in Africa, and you cling to the tattered myth of “overpopulation” at a moment when fertility rates are dropping around the globe and Europe is entering a demographic winter of its own conscious creation.

You seem oblivious to the scientific evidence underwriting the Church’s defense of the moral status of the human embryo, while falsely charging that the Catholic Church opposes stem-cell research.

Why do you not know these things? You are an obviously intelligent man; you once did groundbreaking work in ecumenical theology. What has happened to you?

What has happened, I suggest, is that you have lost the argument over the meaning and the proper hermeneutics of Vatican II. That explains why you relentlessly pursue your fifty-year quest for a liberal Protestant Catholicism, at precisely the moment when the liberal Protestant project is collapsing from its inherent theological incoherence. And that is why you have now engaged in a vicious smear of another former Vatican II colleague, Joseph Ratzinger. Before addressing that smear, permit me to continue briefly on the hermeneutics of the Council.

While you are not the most theologically accomplished exponent of what Benedict XVI called the “hermeneutics of rupture” in his Christmas 2005 address to the Roman Curia, you are, without doubt, the most internationally visible member of that aging group which continues to argue that the period 1962–1965 marked a decisive trapgate in the history of the Catholic Church: the moment of a new beginning, in which Tradition would be dethroned from its accustomed place as a primary source of theological reflection, to be replaced by a Christianity that increasingly let “the world” set the Church’s agenda (as a motto of the World Council of Churches then put it).

The struggle between this interpretation of the Council, and that advanced by Council fathers like Ratzinger and Henri de Lubac, split the post-conciliar Catholic theological world into warring factions with contending journals: Concilium for you and your progressive colleagues, Communio for those you continue to call “reactionaries.” That the Concilium project became ever more implausible over time—and that a younger generation of theologians, especially in North America, gravitated toward the Communio orbit—could not have been a happy experience for you. And that the Communio project should have decisively shaped the deliberations of the 1985 Extraordinary Synod of Bishops, called by John Paul II to celebrate Vatican II’s achievements and assess its full implementation on the twentieth anniversary of its conclusion, must have been another blow.

Yet I venture to guess that the iron really entered your soul when, on December 22, 2005, the newly elected Pope Benedict XVI—the man whose appointment to the theological faculty at Tübingen you had once helped arrange—addressed the Roman Curia and suggested that the argument was over: and that the conciliar “hermeneutics of reform,” which presumed continuity with the Great Tradition of the Church, had won the day over “the hermeneutics of discontinuity and rupture.”

Perhaps, while you and Benedict XVI were drinking beer at Castel Gandolfo in the summer of 2005, you somehow imagined that Ratzinger had changed his mind on this central question. He obviously had not. Why you ever imagined he might accept your view of what an “ongoing renewal of the Church” would involve is, frankly, puzzling. Nor does your analysis of the contemporary Catholic situation become any more plausible when one reads, further along in your latest op-ed broadside, that recent popes have been “autocrats” against the bishops; again, one wonders whether you have been paying sufficient attention. For it seems self-evidently clear that Paul VI, John Paul II, and Benedict XVI have been painfully reluctant—some would say, unfortunately reluctant—to discipline bishops who have shown themselves incompetent or malfeasant and have lost the capacity to teach and lead because of that: a situation many of us hope will change, and change soon, in light of recent controversies.

In a sense, of course, none of your familiar complaints about post-conciliar Catholic life is new. It does, however, seem ever more counterintuitive for someone who truly cares about the future of the Catholic Church as a witness to God’s truth for the world’s salvation to press the line you persistently urge upon us: that a credible Catholicism will tread the same path trod in recent decades by various Protestant communities which, wittingly or not, have followed one or another version of your counsel to a adopt a hermeneutics of rupture with the Great Tradition of Christianity. Still, that is the single-minded stance you have taken since one of your colleagues worried about your becoming too evident; and as that stance has kept you evident, at least on the op-ed pages of newspapers who share your reading of Catholic tradition, I expect it’s too much to expect you to change, or even modify, your views, even if every bit of empirical evidence at hand suggests that the path you propose is the path to oblivion for the churches.

What can be expected, though, is that you comport yourself with a minimum of integrity and elementary decency in the controversies in which you engage. I understand odium theologicum as well as anyone, but I must, in all candor, tell you that you crossed a line that should not have been crossed in your recent article, when you wrote the following:

There is no denying the fact that the worldwide system of covering up sexual crimes committed by clerics was engineered by the Roman Congregation for the Doctrine of the Faith under Cardinal Ratzinger (1981-2005).

That, sir, is not true. I refuse to believe that you knew this to be false and wrote it anyway, for that would mean you had willfully condemned yourself as a liar. But on the assumption that you did not know this sentence to be a tissue of falsehoods, then you are so manifestly ignorant of how competencies over abuse cases were assigned in the Roman Curia prior to Ratzinger’s seizing control of the process and bringing it under CDF’s competence in 2001, then you have forfeited any claim to be taken seriously on this, or indeed any other matter involving the Roman Curia and the central governance of the Catholic Church.

As you perhaps do not know, I have been a vigorous, and I hope responsible, critic of the way abuse cases were (mis)handled by individual bishops and by the authorities in the Curia prior to the late 1990s, when then-Cardinal Ratzinger began to fight for a major change in the handling of these cases. (If you are interested, I refer you to my 2002 book, The Courage To Be Catholic: Crisis, Reform, and the Future of the Church.)

I therefore speak with some assurance of the ground on which I stand when I say that your description of Ratzinger’s role as quoted above is not only ludicrous to anyone familiar with the relevant history, but is belied by the experience of American bishops who consistently found Ratzinger thoughtful, helpful, deeply concerned about the corruption of the priesthood by a small minority of abusers, and distressed by the incompetence or malfeasance of bishops who took the promises of psychotherapy far more seriously than they ought, or lacked the moral courage to confront what had to be confronted.

I recognize that authors do not write the sometimes awful subheads that are put on op-ed pieces. Nonetheless, you authored a piece of vitriol—itself utterly unbecoming a priest, an intellectual, or a gentleman—that permitted the editors of the Irish Times to slug your article: “Pope Benedict has made worse just about everything that is wrong with the Catholic Church and is directly responsible for engineering the global cover-up of child rape perpetrated by priests, according to this open letter to all Catholic bishops.” That grotesque falsification of the truth perhaps demonstrates where odium theologicum can lead a man. But it is nonetheless shameful.

Permit me to suggest that you owe Pope Benedict XVI a public apology, for what, objectively speaking, is a calumny that I pray was informed in part by ignorance (if culpable ignorance). I assure you that I am committed to a thoroughgoing reform of the Roman Curia and the episcopate, projects I described at some length in God’s Choice: Pope Benedict XVI and the Future of the Catholic Church, a copy of which, in German, I shall be happy to send you. But there is no path to true reform in the Church that does not run through the steep and narrow valley of the truth. The truth was butchered in your article in the Irish Times. And that means that you have set back the cause of reform.

With the assurance of my prayers,

George Weigel

George Weigel is Distinguished Senior Fellow of Washington’s Ethics and Public Policy Center, where he holds the William E. Simon Chair in Catholic Studies.