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El periodismo religioso y la religión del periodismo

Cuando Dios se asoma por los medios, muchos periodistas no saben si incensarlo, ignorar su presencia o hacerle la enésima necrológica. Pero ¿por qué no hacer, simplemente, periodismo? 

Marc Argemí 

Corría el año 2009 cuando dos editores de  The Economist, la gran biblia de la élite liberal anglosajona, publicaban un ensayo documentadísimo, God is Back. La tesis central afirmaba que “las cosas que se suponía que destruirían la religión -democracia y mercados, tecnología y razón- se están combinando para hacerla más fuerte”. John Micklethwait y Adrian Wooldridge, un católico y un ateo, concluyeron que progreso y religión no sólo no eran enemigas, sino que iban de la mano en la mayoría de lugares del mundo. Europa y ciertos círculos intelectuales de la costa Este serían, en este sentido, una rareza.

Incomprensiblemente, el hecho de que dos influyentes periodistas se atrevieran a cuestionar uno de los pilares de la corrección política no atrajo la atención de los medios aquí. ¿Por qué? ¿por desidia? ¿por el anticlericalismo multisecular? ¿por una espiral del silencio promovida desde ciertas conspiraciones? La respuesta, cualquiera que sea, puede encontrarse en motivos mucho menos ideológicos. Si ningún medio de comunicación de España habló del ensayo exhaustivo de dos editores de la principal revista liberal del mundo tal vez no fue porque consideraran ofensiva la tesis de que promovían. Me atrevo a aventurar que, más bien, les resultaba incomprensible.

De un tiempo a esta parte, cierta religión del periodismo -ese conjunto de creencias apriorísticas que el gremio asume como carta de navegación imprescindible para el buen profesional- ha tendido a menudo a considerar el hecho religioso como algo de ratas de sacristía, si no -peor- como algo con reminiscencias franquistas que sólo gusta a cuatro viejas de derechas. En el mejor de los casos, un hecho digno de ser contemplado como una parte entrañable, aburrida y en el fondo irrelevante de la cotidianidad. Y, claro, cuando la situación ha llegado a este punto es fácil poner la excusa de que no se da información religiosa porque no hay gente que la pida.

Es caricatura, obviamente. Hay varias, y honrosas excepciones. Pero incluso estas excepcionales excepciones -unos pocos periodistas de prestigio- compartirán la apreciación de que hoy el periodismo en nuestros lares es predominantemente analfabeto en lo que respecta a cuestiones espirituales y religiosas. Una membrana de indiferencia parece haber envuelto con eficacia todo lo que huela a religioso, que permanece recluido, desprende olor a despensa mal ventilada y parece que sólo pueda lucir en museos o sacristías.

Esta situación perjudica al hecho religioso, pero también al periodismo. Un periodismo incapaz de descodificar un hecho social o personal como éste, de dar al menos pistas válidas para que la audiencia pueda hacerse un mapa comprensible de la situación, es un periodismo incompleto. Lo saben en el New York Times, que da una amplia cobertura en Religion and Belief,  o al Frankfurter Allgemeine, del que me contaban hace un tiempo que tenía dos redactores seniors especializados en religión.

Pero, ¿cómo informar de creencias, en un país como el nuestro, donde nuestros abuelos guardan en la memoria el recuerdo de los muertos por causa de la fe, y nuestros padres crecieron bajo un poder que tenía por oficial un credo determinado? Si para los primeros la religión tendría tonos épicos, para los segundos podría despertar ciertos resentimientos. Y entre los que hemos llegado después, la actitud más sugerente es la indiferencia.

Sin embargo, siempre he pensado que el hecho religioso y el periodismo se beneficiarán mucho mutuamente el día que descubran que tienen en común objetivos y enemigos. Ambos afirman buscar la verdad, y ambos combaten la ignorancia. La crisis de los medios tiene más en común con la crisis de la práctica religiosa de lo que pueda parecer en un principio: el relativismo ha disuelto en muchas personas las inquietudes para saber más sobre la verdad, el bien, el mal y la belleza. Si cada uno tiene su verdad particular, ¿qué necesidad hay de conocer los universales?

Bien, de acuerdo, pero ¿Es posible un periodismo religioso que recoja la dimensión trascendente de las personas, sea comprensible para el gran público y al mismo tiempo no sea aburrido? Parece la cuadratura del círculo y más cuando, como dice un amigo mío, a menudo se confunde la trascendencia con el aburrimiento, y si algo no quiere el periodismo es resultar aburrido.

Hay muchas formas de encuadrar el hecho religioso de forma que sea atractivo. Cada una tiene sus ventajas y sus carencias. La más frecuente es el enfoque deportivo. A imagen y semejanza de la prensa deportiva, se presentan los hechos siempre desde el prisma favorable al equipo de los lectores, sea éste el religioso o el antirreligioso. Más que describir la realidad, la vive y toma abiertamente partido: que ganen los míos. Las audiencias de este tipo de periodismo suelen ser las convencidas, de un lado y del otro.

Una segunda forma es la aproximación política: aplicar, por ejemplo, en la Iglesia, un esquema de derechas contra izquierdas, progresistas contra conservadores. Son simplificaciones que proporcionan un relato de la realidad, pero demasiado a menudo esa realidad que reflejan está sólo en la imaginación de quien escribe.

A veces resulta efectivo el esquema sensacionalista: una víctima, un agresor, unos hechos luctuosos y el medio de comunicación como garante de la justicia. Este es el esquema más repetido en la sección de sociedad, donde se han encajado tradicionalmente las informaciones sobre religión. Pero tal enfoque, en religión como en todos los otros campos, tiene el inconveniente de que es incapaz de hacer interesante el aspecto más trascendente, y puede caer en cambio en una espiral de sensacionalismo barroco, cada vez más rebuscado o escabroso.

Hay, todavía, una aproximación que mira exclusivamente la dimensión espiritual de la cosa, como algo desconectado de la actualidad más inmediata. Un personaje exótico, las nuevas terapias venidas de tierras lejanas, o incluso las novedades en la autoayuda, son algunos de los reclamos.

Algunos periodistas están intentando algo relativamente nuevo, y muy sencillo: hacer periodismo. Es decir, aplicar al hecho religioso el mismo rigor y la misma seriedad profesional que se pone para informar, por ejemplo, de la Fórmula 1. A ninguno de los periodistas que siguen la caravana de pilotos y escuderías de circuito en circuito se le pide que sepa conducir uno de esos coches de carreras. Pero a todos se les exige, en cambio, que expliquen bien qué es un pit-stop, como se obtiene una pole o qué reglamentación afecta al carburante. Mientras esta exigencia de profesionalidad esté presente, incluso los que somos aficionados de Ferrari toleraremos que al periodista se le note que apuesta por Red Bull.

El día que la religión del periodismo deje de ver el periodismo religioso como el patito feo, la opinión publicada será más completa y la religión saldrá de las trincheras defensivas que, por instinto de supervivencia, tantas veces ha tenido que refugiarse.

El periodisme religiós i la religió del periodisme

Quan Déu treu el nas pels mitjans, molts periodistes no saben si encensar-lo, ignorar la seva presència o fer-li l’enèsima necrològica. Però ¿per què no fer, simplement, periodisme?

Marc Argemí

Corria l’any 2009 quan dos editors del The Economist, la gran bíblia de l’elit liberal anglosaxona, publicaven un assaig documentadíssim, God is Back. La tesi central afirmava que “les coses que se suposava que destruirien la religió –democràcia i mercats, tecnologia i raó‑ s’estan combinant per fer-la més forta”. John Micklethwait i Adrian Wooldridge, un catòlic i un ateu, van concloure que progrés i religió no només no eren enemigues, sinó que anaven de la mà en la majoria d’indrets del món. Europa i certs cercles intel·lectuals de la costa Est serien, en aquest sentit, una raresa.

Incomprensiblement, el fet que dos influents periodistes s’atrevissin a qüestionar un dels pilars de la correcció política no va atraure l’atenció dels mitjans catalans. Per què? per desídia? per l’anticlericalisme multisecular? per una espiral del silenci promoguda per certes conspiracions? La resposta, sigui quina sigui, pot trobar-se en motius molt menys ideològics. Si cap mitjà de comunicació català va parlar de l’assaig exhaustiu de dos editors de la principal revista liberal del món potser no fou perquè consideressin ofensiva la tesi que promovien. M’atreveixo a aventurar que, més aviat, els resultava incomprensible.

D’un temps ençà, certa religió del periodisme –aquell conjunt de creences apriorístiques que el gremi assumeix com a carta de navegació imprescindible per al bon professional- ha tendit sovint a considerar el fet religiós com a cosa de rosegaaltars, si no –pitjor- com quelcom de reminiscències franquistes que només agrada a quatre iaies de dretes. En el millor dels casos, un fet digne de ser contemplat com una part entranyable, avorrida i en el fons irrellevant de la quotidianitat. I, és clar, quan la situació ha arribat en aquest punt és fàcil posar l’excusa de què no es dóna informació religiosa perquè no hi haurà gent que la demani.

És caricatura, òbviament. Hi ha diverses, i honroses excepcions. Però fins i tot aquestes excepcionals excepcions –uns pocs periodistes de prestigi- compartiran l’apreciació de que avui el periodisme català és predominantment analfabet pel que respecta a qüestions espirituals i religioses. Un tel d’indiferència sembla haver embolcallat amb eficàcia tot allò que faci tuf a religiós, que roman reclòs, desprèn olor a rebost mal ventilat i sembla que només pugui fer goig a museus o a sagristies.

Aquesta situació perjudica al fet religiós, però també al periodisme. Un periodisme incapaç de descodificar un fet social o personal com aquest, de donar almenys pistes vàlides perquè l’audiència es faci un mapa comprensible de la situació, és un periodisme incomplet. Ho saben al New York Times, que dóna una àmplia cobertura a Religion and Belief,  o al Frankfurter Allgemeine, del qual m’explicaven fa un temps que tenia dos redactors sèniors especialitzats en religió.

Però, com informar de creences, en un país com el nostre, on els nostres avis guarden en la memòria el record dels morts per causa de la fe, i els nostres pares cresqueren sota un poder que tenia com a oficial un sol credo determinat? Si per als primers la religió tindria tons èpics, per als segons podria evocar certs ressentiments. I entre els que hem arribat després, l’actitud més suggerent és la indiferència.

Malgrat això, sempre he pensat que el fet religiós i el periodisme es beneficiaran molt mútuament el dia que descobreixin que tenen en comú objectius i enemics. Ambdós afirmen cercar la veritat, i ambdós combaten la ignorància. La crisi dels mitjans té més en comú amb la crisi de la pràctica religiosa del que pugui semblar en un principi: el relativisme ha dissolt en moltes persones les inquietuds per a saber més sobre la veritat, el bé, el mal i la bellesa. Si cadascú té la seva veritat particular, quina necessitat hi ha de conèixer els universals?

Bé, d’acord, però ¿És possible un periodisme religiós que reculli la dimensió transcendent de les persones, sigui comprensible per al gran públic i al mateix temps no sigui avorrit? Sembla la quadratura del cercle i més quan, com diu un amic meu, sovint es confon la transcendència amb l’avorriment, i si una cosa no vol el periodisme és resultar avorrit.

Hi ha moltes formes d’enquadrar el fet religiós de forma que sigui atractiu. Cadascuna té els seus avantatges i les seves mancances. La més freqüent és l’enfocament esportiu. A imatge i semblança de la premsa esportiva, es presenten els fets sempre des del prisma favorable a l’equip dels lectors, sigui aquest el religiós o l’antireligiós. Més que descriure la realitat, la viu i pren obertament partit: que guanyin els meus. Les audiències d’aquest tipus de periodisme solen ser les convençudes, d’un costat i de l’altre.

Una segona forma és l’aproximació política: aplicar, posem per cas, a l’Església, un esquema de dretes contra esquerres, progressistes contra conservadors. Són simplificacions que donen un relat de la realitat, però massa sovint aquella realitat que reflecteixen està només en la imaginació d’aquell qui escriu.

De vegades resulta efectiu l’esquema sensacionalista: una víctima, un agressor, uns fets luctuosos i el mitjà de comunicació com a garant de la justícia. Aquest és l’esquema més repetit en la secció de societat, on s’han encabit tradicionalment les informacions sobre religió. Però tal enfocament, en religió com en tots els altres camps, té l’inconvenient que és incapaç de fer interessant l’aspecte més transcendent, i pot caure en canvi en una espiral de sensacionalisme barroc, cada cop més rebuscat o escabrós.

Hi ha, encara, una aproximació que mira exclusivament la dimensió espiritual de la cosa, com quelcom desconnectat de l’actualitat més immediata. Un personatge exòtic, les noves teràpies vingudes de terres llunyanes, o fins les novetats en l’autoajuda, en són alguns dels reclams.

Alguns periodistes estan intentant una cosa relativament nova, i molt senzilla: fer periodisme. És a dir, aplicar al fet religiós el mateix rigor i la mateixa serietat professional que es posa per informar, posem per cas, de la Fòrmula 1. A cap dels periodistes que segueixen la caravana de pilots i escuderies de circuit a circuit se li demana que sàpiga conduir un d’aquells cotxes de carreres. Però a tots se’ls exigeix, en canvi, que expliquin bé què és un pit-stop, com s’obté una pole o quina reglamentació afecta al carburant. Mentre aquesta exigència de professionalitat estigui present, fins i tot els que som aficionats de Ferrari tolerem que se’ls noti que aposten per Red Bull.

El dia que la religió del periodisme deixi de veure el periodisme religiós com l’aneguet lleig, la opinió publicada serà més completa i la religió sortirà de les trinxeres defensives on, per instint de supervivència, tantes vegades s’ha hagut de refugiar.

On the crisis, Benedict XVI changes the tone

John Allen Jr // National Catholic Reporter

http://ncronline.org/blogs/examining-crisis/crisis-benedict-xvi-changes-tone

Lisbon, Portugal — Not long ago, there was a brief flurry of speculation in the Italian media hinting that Benedict XVI was insulated from the full gravity of the sexual abuse crisis swirling around his papacy. Reports suggested the pope was getting only a carefully redacted daily press digest, producing a skewed impression of global discussion – and in particular, perhaps, shielding the pope from grasping the negative fallout of the “blame the messenger” commentary from some senior Vatican aides.

Tuesday morning, however, Benedict XVI seemed to show that he gets it just fine.

In as clear an example of a pope changing the Vatican’s public tone as one is ever likely to see, Benedict pointedly insisted that the real “persecution” facing him personally, and Catholicism generally, comes not from external attacks but from the reality of sin within the church.

Those comments were made to reporters aboard the papal plane en route from Rome to Lisbon for Benedict XVI’s May 11-14 trip to Portugal.

Benedict’s approach Tuesday marked a dramatic break with a drumbeat of commentary from Vatican officials and senior church leaders around the world, who have been far more inclined to complain about precisely the “outside attacks” Benedict seemed to minimize.

Recently, for example, Gian Maria Vian, editor of L’Osservatore Romano, the official Vatican newspaper, told reporters at Rome’s Foreign Press Club that he sees a “media campaign” in attempting to smear the pope – related in part to opposition to the Catholic church’s teaching on bioethics, Vian charged, and in part to resentment about the international influence of the Holy See.

At around the same time, Vatican Radio complained of a “media campaign of anti-Catholic hatred.” Cardinal William Levada, the American who serves as prefect of the Congregation for the Doctrine of the Faith, came out swinging against the New York Times, charging in March that its reporting on Benedict’s record has been “deficient by any reasonable standards of fairness.”

Capuchin Fr. Rainero Cantalamessa, the preacher of the papal household, delivered a now-infamous Good Friday sermon comparing criticism of Pope Benedict on the sex abuse crisis to anti-Semitism. (In fairness, Cantalamessa actually quoted a letter that he said came from a Jewish friend making the comparison.) Two days later, Cardinal Angelo Sodano opened the Easter Sunday Mass by comparing attacks on the pope to “petty gossip.”

Among bishops outside Rome, a similar pattern has emerged. On Holy Thursday, Cardinal Angelo Scola of Venice referred to an “iniquitous humiliation” of Benedict XVI in the media, fueled by “deceitful allegations.” On Palm Sunday, Archbishop Timothy Dolan of New York asserted that the pope is “now suffering some of the same unjust accusations, shouts of the mob, and scourging at the pillar, as did Jesus.” Archbishop Kazimierz Nycz of Warsaw likewise said the church must say “no, in the name of truth and justice” to criticism of the pope.

In light of that background, Benedict’s words on the sexual abuse crisis aboard the papal plane today are especially striking.

First, a footnote: Even the pope was speaking in a session with journalists, he was hardly caught off-guard. The Vatican asks reporters travelling with the pope to submit questions for the plane several days in advance, so Benedict has plenty of time to ponder what he wants to say. If he takes a question on the plane, it’s because he wants to talk about it, and he’s chosen his words carefully.

The question to the pope was framed in the context of his upcoming visit to Fatima. Back in 2000, then-Cardinal Joseph Ratzinger was on hand to deliver a theological commentary upon the famed “Third Secret” of Fatima, which turned out to be a vision of a bishop in white fired upon with guns and arrows. The vision was widely taken as a reference to the 1981 assassination attempt against Pope John Paul II.

This morning, Benedict was asked if it’s possible to read other papal suffering in light of the vision, including the sex abuse crisis. In effect, the nature of the question almost invited Benedict to style himself as another pope subject to unjust persecution.

In reply, Benedict resisted the temptation to read his travails into the Fatima vision, saying instead that what it teaches is that the church will always suffer attacks of various sorts until the end of time.

Then Benedict came to the money quote on the crisis, and it’s worth repeating what he said in full:

In terms of what we today can discover in this message, attacks against the pope or the church don’t come just from outside the church. The suffering of the church also comes from within the church, because sin exists in the church. This too has always been known, but today we see it in a really terrifying way. The greatest persecution of the church doesn’t come from enemies on the outside, but is born in sin within the church. The church thus has a deep need to re-learn penance, to accept purification, to learn on one hand forgiveness but also the necessity of justice. Forgiveness does not exclude justice. We have to re-learn the essentials: conversion, prayer, penance, and the theological virtues.

The immediate effect of that statement would seem to be the following: If a Vatican official, or a Catholic prelate elsewhere in the world, falls back on a finger-pointing strategy, he will inevitably face questions about how to square such rhetoric with the pope’s own example.

If confirmation of the point were needed, consider that when a major Italian newspaper recently reported that Benedict XVI had asked Sodano to come to his defense during the Easter Sunday Mass, Vatican spokesperson Fr. Federico Lombardi was quick to issue a barbed denial.

“The pope does not beg or organize demonstrations in his own defense or support,” Lombardi said.

Lombardi said that Sodano had acted on behalf of the cardinals in Rome, as the dean of the College of Cardinals, and that Benedict only learned shortly in advance that Sodano was planning to speak at all. Lombardi said the pope welcomed Sodano’s intent to express “closeness, affection and solidarity” with the pope – carefully refraining from adding any papal reaction to what Sodano actually said.

In light of Benedict’s words this morning, such gloss would arguably have been superfluous in any event. The pope seemed clear: The fault worth focusing on lies not in the church’s stars, but in itself.

[John Allen is NCR senior correspondent. His e-mail address is jallen@ncronline.org.]

I cinque anni di pontificato di Benedetto XVI: La restaurazione dell’intelligenza

Alain Besançon // Osservatore Romano

http://www.vatican.va/news_services/or/or_quo/text.html#13

L’elezione del cardinale Joseph Ratzinger al soglio di Pietro, cinque anni fa, è stata accolta con fiducia dalla Chiesa cattolica e dai cristiani di tutto il mondo. Ci si ricordava dell’importante “squadra” che aveva costituito con il suo predecessore, Giovanni Paolo II. Il Papa polacco, dotato di una forte personalità e di un carisma irresistibile, aveva avuto la saggezza, e si può dire l’umiltà, di volere accanto a sé una grande mente alla tedesca, che aveva ricevuto una formazione classica più completa della sua; un Herr Doktor Professor, il più preparato custode della fede ricevuta dagli apostoli. Giovanni Paolo II lasciava – si pensava – una Chiesa rimessa in piedi. Si riteneva che la Chiesa avesse allora bisogno di calma e di riflessione. Nessuno era meglio preparato per questo di Benedetto XVI, ed egli ha mostrato fin dai suoi primi atti quale sarebbe stato lo spirito del suo pontificato.
Il suo nome è quello del saggio Benedetto xv che cercò invano di mettere fine alla prima guerra mondiale, quello di Benedetto XIV, il Papa dell’illuminismo, così dotto e dalle ampie vedute, quello di san Benedetto, il padre fondatore dell’Europa. La sua prima enciclica, Deus caritas est, metteva fine alla confusione, così tipica del nostro tempo, fra l’èros, l’agàpe cristiana e la philìa degli antichi. Egli non condannava assolutamente Eros, fonte di ogni vita, ma lo metteva al suo posto, cioè al servizio dell’Amicizia e della Carità. Allo stesso modo, la seconda enciclica indicava il giusto discernimento fra la virtù della speranza e ciò che si può ragionevolmente sperare, insomma le falsificazioni utopiche e rivoluzionarie. Benedetto XVI si è battuto instancabilmente per la chiarezza e la precisione. Nulla gli sembrava più pericoloso del relativismo che si accorda con la società democratica moderna: qualsiasi gruppo organizzato può legittimare un’opinione solo perché è la sua opinione, senza doverla sostenere con la ragione. In campo religioso, il corrispondente del relativismo è l’umanesimo vago, ostile alle affermazioni dogmatiche perché creerebbero frontiere e provocherebbero conflitti. Ovvero: è un male proclamare la verità, è un male in sé avere dei nemici.
Si è visto bene che questo Papa si è dato un compito dall’ampio respiro: la restaurazione dell’intelligenza, in seno alla Chiesa. La Riforma, la rivoluzione francese, il comunismo, il nazismo, erano stati altrettanti choc drammatici che minacciavano la Chiesa nella sua sopravvivenza e che non lasciavano assolutamente posto all’otium, quello svago tranquillo di cui il pensiero ha bisogno. Il Papa ha indicato ciò che bisognava fare pronunciando nel Collège des Bernardins a Parigi una magnifica lezione, degna dei più augusti Padri della Chiesa. Bisognava approfittare di quel momento di pace per compiere un lavoro approfondito. In particolare, si sarebbe potuto riflettere anche sulla struttura amministrativa della Curia che risaliva fondamentalmente al concilio di Trento, e che il concilio Vaticano ii aveva cercato di alleggerire. Il Papa, grande appassionato di musica, si era fatto portare il suo vecchio pianoforte. Aveva del tempo davanti a sé, o così sembrava.
Ebbene, non l’ha avuto. La storia è imprevedibile. In cinque anni il Papa ha dovuto affrontare due accidenti inattesi.
Come i suoi predecessori, Benedetto XVI si è votato alla causa dell’ecumenismo. Ha salutato con gioia l’accordo raggiunto con le comunità luterane. Da parte dell’Ortodossia la fase di stallo dura, sebbene non ci si possa rassegnare al fatto che queste Chiese siano separate da quella di Roma dalla stessa fede, come si dice che l’Inghilterra e l’America sono separate dalla stessa lingua. È troppo presto per giudicare i risultati del cammino cominciato in direzione dell’anglicanesimo. D’altro canto il Papa ha cercato di trovare una buona intesa con le religioni non cristiane. È allora che si è posta in modo acuto la questione dell’islam. Primo accidente.
Il discorso di Ratisbona era dotto, moderato, benevolo. Ha però suscitato subito reazioni molto violente, mettendo in pericolo le ultime Chiese cristiane che sopravvivono nella condizione di Dhimmi. Ha rivelato anche l’incomprensione degli attivisti umanitari, i quali non sopportano che l’islam sia separato dal loro cristianesimo nebuloso da differenze di fondo. Evidentemente, se si considerano l’Incarnazione, la Redenzione e la Trinità misteri superati e senza importanza, cosa impedisce di accogliere l’islam come una varietà della stessa religione per tutti? Quella reazione sproporzionata ha rivelato innanzitutto l’ignoranza drammatica del clero e dei fedeli riguardo alla religione dell’islam, e senza dubbio alla propria, poiché non si può comprendere l’una se non si comprende l’altra. Di nuovo il bisogno di un raddrizzamento dell’intelligenza cristiana s’impone in maniera assoluta. San Tommaso d’Aquino alla domanda se la stupidità (stultitia) fosse un peccato, rispondeva che lo è quando ha come causa l’aver dimenticato le cose divine. Secondo lo stesso Dottore, l’ignoranza è anche un peccato quando concerne cose che si è tenuti a sapere.
L’altro accidente si è prodotto a livello molto più basso. Numerose e antiche questioni di pedofilia sono bruscamente venute alla luce, orchestrate da un vortice mediatico di quelli che le nostre società generano sempre più spesso, ma che questa volta ha assunto un’ampiezza inaudita. Si rimprovera al clero cattolico di aver voluto tacere e nascondere fatti incontestabili, e spesso così è stato.
Vorrei a tale proposito fare due osservazioni.
La prima è che la scala dei crimini, nell’ultimo mezzo secolo, ha subito nell’opinione pubblica un rimaneggiamento considerevole e che spesso il diritto si è accodato a quest’ultima. In materia sessuale, molti atti sono oggi consentiti, a volte lodati, atti che in altri tempi venivano puniti con pene molto severe. Il peso di queste colpe ormai perdonate si è riversato completamente sull’atto di pedofilia, l’ultimo a essere proibito in questo ambito.
La seconda è che il punto di vista proprio della Chiesa è quello dell’offesa a Dio e che il peccato è per essa una nozione distinta da quella del crimine o del delitto. La Chiesa non scusa il crimine, lascia al magistrato il compito di punirlo, ma la valutazione del peccato spetta a lei ed è sottoposta alla sua giurisdizione. Ha il potere delle chiavi, assolve o non assolve.
Ora la prima cosa che sa e dice la Chiesa è che l’uomo è peccatore. Lo ricorda in tutte le sue preghiere, come un tratto identitario dell’uomo. Ora pro nobis peccatoribus. “Non faccio il bene che amo e faccio il male che odio”. Davanti alla colpa più spaventosa, non si stupisce: “Siamo tutti capaci di tutto”, scriveva santa Teresa del Bambin Gesù. È dunque per uno strano pregiudizio che ci si sorprende del fatto che alcuni uomini, solo per avere abbracciato lo stato clericale, non siano diversi dagli altri e forzatamente migliori. Non è stato trovato finora il modo per rendere gli uomini diversi da quello che sono: orgogliosi, avidi, lussuriosi, collerici, sempre peccatori. Non è attraverso un esame psicologico o medico previo che ci si riuscirà.
Ciò non toglie che l’immenso mälström mediatico trascina con sé cose che non c’entrano nulla: il matrimonio dei sacerdoti, l’ordinazione di uomini sposati, e così via, questioni radicalmente diverse. Tali questioni avventizie rivelano odio per il nome cristiano o una perdita di autorità e di fiducia nella Chiesa cattolica. In ogni caso, tocca al Papa portare il fardello di questa confusione. Il suo pontificato dopo cinque anni mi sembra doloroso. Giovanni Paolo II combatteva contro un regime politico mostruoso, il comunismo, ma aveva dalla sua parte la società e l’umanità intera. Benedetto XVI ha contro l’insieme della società moderna, quella nata dalla crisi degli anni Sessanta, con la sua nuova morale e la sua nuova religiosità. Si ritrova in una situazione analoga a quella di Paolo vi, quando, dopo il concilio Vaticano ii, dovette affrontare quella che chiamò “l’autodemolizione” della Chiesa. Questa volta è l’autodemolizione di tutta la società, della natura e della ragione. La gloria del suo pontificato non è visibile. È quella del martirio.