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El periodismo religioso y la religión del periodismo

Cuando Dios se asoma por los medios, muchos periodistas no saben si incensarlo, ignorar su presencia o hacerle la enésima necrológica. Pero ¿por qué no hacer, simplemente, periodismo? 

Marc Argemí 

Corría el año 2009 cuando dos editores de  The Economist, la gran biblia de la élite liberal anglosajona, publicaban un ensayo documentadísimo, God is Back. La tesis central afirmaba que “las cosas que se suponía que destruirían la religión -democracia y mercados, tecnología y razón- se están combinando para hacerla más fuerte”. John Micklethwait y Adrian Wooldridge, un católico y un ateo, concluyeron que progreso y religión no sólo no eran enemigas, sino que iban de la mano en la mayoría de lugares del mundo. Europa y ciertos círculos intelectuales de la costa Este serían, en este sentido, una rareza.

Incomprensiblemente, el hecho de que dos influyentes periodistas se atrevieran a cuestionar uno de los pilares de la corrección política no atrajo la atención de los medios aquí. ¿Por qué? ¿por desidia? ¿por el anticlericalismo multisecular? ¿por una espiral del silencio promovida desde ciertas conspiraciones? La respuesta, cualquiera que sea, puede encontrarse en motivos mucho menos ideológicos. Si ningún medio de comunicación de España habló del ensayo exhaustivo de dos editores de la principal revista liberal del mundo tal vez no fue porque consideraran ofensiva la tesis de que promovían. Me atrevo a aventurar que, más bien, les resultaba incomprensible.

De un tiempo a esta parte, cierta religión del periodismo -ese conjunto de creencias apriorísticas que el gremio asume como carta de navegación imprescindible para el buen profesional- ha tendido a menudo a considerar el hecho religioso como algo de ratas de sacristía, si no -peor- como algo con reminiscencias franquistas que sólo gusta a cuatro viejas de derechas. En el mejor de los casos, un hecho digno de ser contemplado como una parte entrañable, aburrida y en el fondo irrelevante de la cotidianidad. Y, claro, cuando la situación ha llegado a este punto es fácil poner la excusa de que no se da información religiosa porque no hay gente que la pida.

Es caricatura, obviamente. Hay varias, y honrosas excepciones. Pero incluso estas excepcionales excepciones -unos pocos periodistas de prestigio- compartirán la apreciación de que hoy el periodismo en nuestros lares es predominantemente analfabeto en lo que respecta a cuestiones espirituales y religiosas. Una membrana de indiferencia parece haber envuelto con eficacia todo lo que huela a religioso, que permanece recluido, desprende olor a despensa mal ventilada y parece que sólo pueda lucir en museos o sacristías.

Esta situación perjudica al hecho religioso, pero también al periodismo. Un periodismo incapaz de descodificar un hecho social o personal como éste, de dar al menos pistas válidas para que la audiencia pueda hacerse un mapa comprensible de la situación, es un periodismo incompleto. Lo saben en el New York Times, que da una amplia cobertura en Religion and Belief,  o al Frankfurter Allgemeine, del que me contaban hace un tiempo que tenía dos redactores seniors especializados en religión.

Pero, ¿cómo informar de creencias, en un país como el nuestro, donde nuestros abuelos guardan en la memoria el recuerdo de los muertos por causa de la fe, y nuestros padres crecieron bajo un poder que tenía por oficial un credo determinado? Si para los primeros la religión tendría tonos épicos, para los segundos podría despertar ciertos resentimientos. Y entre los que hemos llegado después, la actitud más sugerente es la indiferencia.

Sin embargo, siempre he pensado que el hecho religioso y el periodismo se beneficiarán mucho mutuamente el día que descubran que tienen en común objetivos y enemigos. Ambos afirman buscar la verdad, y ambos combaten la ignorancia. La crisis de los medios tiene más en común con la crisis de la práctica religiosa de lo que pueda parecer en un principio: el relativismo ha disuelto en muchas personas las inquietudes para saber más sobre la verdad, el bien, el mal y la belleza. Si cada uno tiene su verdad particular, ¿qué necesidad hay de conocer los universales?

Bien, de acuerdo, pero ¿Es posible un periodismo religioso que recoja la dimensión trascendente de las personas, sea comprensible para el gran público y al mismo tiempo no sea aburrido? Parece la cuadratura del círculo y más cuando, como dice un amigo mío, a menudo se confunde la trascendencia con el aburrimiento, y si algo no quiere el periodismo es resultar aburrido.

Hay muchas formas de encuadrar el hecho religioso de forma que sea atractivo. Cada una tiene sus ventajas y sus carencias. La más frecuente es el enfoque deportivo. A imagen y semejanza de la prensa deportiva, se presentan los hechos siempre desde el prisma favorable al equipo de los lectores, sea éste el religioso o el antirreligioso. Más que describir la realidad, la vive y toma abiertamente partido: que ganen los míos. Las audiencias de este tipo de periodismo suelen ser las convencidas, de un lado y del otro.

Una segunda forma es la aproximación política: aplicar, por ejemplo, en la Iglesia, un esquema de derechas contra izquierdas, progresistas contra conservadores. Son simplificaciones que proporcionan un relato de la realidad, pero demasiado a menudo esa realidad que reflejan está sólo en la imaginación de quien escribe.

A veces resulta efectivo el esquema sensacionalista: una víctima, un agresor, unos hechos luctuosos y el medio de comunicación como garante de la justicia. Este es el esquema más repetido en la sección de sociedad, donde se han encajado tradicionalmente las informaciones sobre religión. Pero tal enfoque, en religión como en todos los otros campos, tiene el inconveniente de que es incapaz de hacer interesante el aspecto más trascendente, y puede caer en cambio en una espiral de sensacionalismo barroco, cada vez más rebuscado o escabroso.

Hay, todavía, una aproximación que mira exclusivamente la dimensión espiritual de la cosa, como algo desconectado de la actualidad más inmediata. Un personaje exótico, las nuevas terapias venidas de tierras lejanas, o incluso las novedades en la autoayuda, son algunos de los reclamos.

Algunos periodistas están intentando algo relativamente nuevo, y muy sencillo: hacer periodismo. Es decir, aplicar al hecho religioso el mismo rigor y la misma seriedad profesional que se pone para informar, por ejemplo, de la Fórmula 1. A ninguno de los periodistas que siguen la caravana de pilotos y escuderías de circuito en circuito se le pide que sepa conducir uno de esos coches de carreras. Pero a todos se les exige, en cambio, que expliquen bien qué es un pit-stop, como se obtiene una pole o qué reglamentación afecta al carburante. Mientras esta exigencia de profesionalidad esté presente, incluso los que somos aficionados de Ferrari toleraremos que al periodista se le note que apuesta por Red Bull.

El día que la religión del periodismo deje de ver el periodismo religioso como el patito feo, la opinión publicada será más completa y la religión saldrá de las trincheras defensivas que, por instinto de supervivencia, tantas veces ha tenido que refugiarse.

El periodisme religiós i la religió del periodisme

Quan Déu treu el nas pels mitjans, molts periodistes no saben si encensar-lo, ignorar la seva presència o fer-li l’enèsima necrològica. Però ¿per què no fer, simplement, periodisme?

Marc Argemí

Corria l’any 2009 quan dos editors del The Economist, la gran bíblia de l’elit liberal anglosaxona, publicaven un assaig documentadíssim, God is Back. La tesi central afirmava que “les coses que se suposava que destruirien la religió –democràcia i mercats, tecnologia i raó‑ s’estan combinant per fer-la més forta”. John Micklethwait i Adrian Wooldridge, un catòlic i un ateu, van concloure que progrés i religió no només no eren enemigues, sinó que anaven de la mà en la majoria d’indrets del món. Europa i certs cercles intel·lectuals de la costa Est serien, en aquest sentit, una raresa.

Incomprensiblement, el fet que dos influents periodistes s’atrevissin a qüestionar un dels pilars de la correcció política no va atraure l’atenció dels mitjans catalans. Per què? per desídia? per l’anticlericalisme multisecular? per una espiral del silenci promoguda per certes conspiracions? La resposta, sigui quina sigui, pot trobar-se en motius molt menys ideològics. Si cap mitjà de comunicació català va parlar de l’assaig exhaustiu de dos editors de la principal revista liberal del món potser no fou perquè consideressin ofensiva la tesi que promovien. M’atreveixo a aventurar que, més aviat, els resultava incomprensible.

D’un temps ençà, certa religió del periodisme –aquell conjunt de creences apriorístiques que el gremi assumeix com a carta de navegació imprescindible per al bon professional- ha tendit sovint a considerar el fet religiós com a cosa de rosegaaltars, si no –pitjor- com quelcom de reminiscències franquistes que només agrada a quatre iaies de dretes. En el millor dels casos, un fet digne de ser contemplat com una part entranyable, avorrida i en el fons irrellevant de la quotidianitat. I, és clar, quan la situació ha arribat en aquest punt és fàcil posar l’excusa de què no es dóna informació religiosa perquè no hi haurà gent que la demani.

És caricatura, òbviament. Hi ha diverses, i honroses excepcions. Però fins i tot aquestes excepcionals excepcions –uns pocs periodistes de prestigi- compartiran l’apreciació de que avui el periodisme català és predominantment analfabet pel que respecta a qüestions espirituals i religioses. Un tel d’indiferència sembla haver embolcallat amb eficàcia tot allò que faci tuf a religiós, que roman reclòs, desprèn olor a rebost mal ventilat i sembla que només pugui fer goig a museus o a sagristies.

Aquesta situació perjudica al fet religiós, però també al periodisme. Un periodisme incapaç de descodificar un fet social o personal com aquest, de donar almenys pistes vàlides perquè l’audiència es faci un mapa comprensible de la situació, és un periodisme incomplet. Ho saben al New York Times, que dóna una àmplia cobertura a Religion and Belief,  o al Frankfurter Allgemeine, del qual m’explicaven fa un temps que tenia dos redactors sèniors especialitzats en religió.

Però, com informar de creences, en un país com el nostre, on els nostres avis guarden en la memòria el record dels morts per causa de la fe, i els nostres pares cresqueren sota un poder que tenia com a oficial un sol credo determinat? Si per als primers la religió tindria tons èpics, per als segons podria evocar certs ressentiments. I entre els que hem arribat després, l’actitud més suggerent és la indiferència.

Malgrat això, sempre he pensat que el fet religiós i el periodisme es beneficiaran molt mútuament el dia que descobreixin que tenen en comú objectius i enemics. Ambdós afirmen cercar la veritat, i ambdós combaten la ignorància. La crisi dels mitjans té més en comú amb la crisi de la pràctica religiosa del que pugui semblar en un principi: el relativisme ha dissolt en moltes persones les inquietuds per a saber més sobre la veritat, el bé, el mal i la bellesa. Si cadascú té la seva veritat particular, quina necessitat hi ha de conèixer els universals?

Bé, d’acord, però ¿És possible un periodisme religiós que reculli la dimensió transcendent de les persones, sigui comprensible per al gran públic i al mateix temps no sigui avorrit? Sembla la quadratura del cercle i més quan, com diu un amic meu, sovint es confon la transcendència amb l’avorriment, i si una cosa no vol el periodisme és resultar avorrit.

Hi ha moltes formes d’enquadrar el fet religiós de forma que sigui atractiu. Cadascuna té els seus avantatges i les seves mancances. La més freqüent és l’enfocament esportiu. A imatge i semblança de la premsa esportiva, es presenten els fets sempre des del prisma favorable a l’equip dels lectors, sigui aquest el religiós o l’antireligiós. Més que descriure la realitat, la viu i pren obertament partit: que guanyin els meus. Les audiències d’aquest tipus de periodisme solen ser les convençudes, d’un costat i de l’altre.

Una segona forma és l’aproximació política: aplicar, posem per cas, a l’Església, un esquema de dretes contra esquerres, progressistes contra conservadors. Són simplificacions que donen un relat de la realitat, però massa sovint aquella realitat que reflecteixen està només en la imaginació d’aquell qui escriu.

De vegades resulta efectiu l’esquema sensacionalista: una víctima, un agressor, uns fets luctuosos i el mitjà de comunicació com a garant de la justícia. Aquest és l’esquema més repetit en la secció de societat, on s’han encabit tradicionalment les informacions sobre religió. Però tal enfocament, en religió com en tots els altres camps, té l’inconvenient que és incapaç de fer interessant l’aspecte més transcendent, i pot caure en canvi en una espiral de sensacionalisme barroc, cada cop més rebuscat o escabrós.

Hi ha, encara, una aproximació que mira exclusivament la dimensió espiritual de la cosa, com quelcom desconnectat de l’actualitat més immediata. Un personatge exòtic, les noves teràpies vingudes de terres llunyanes, o fins les novetats en l’autoajuda, en són alguns dels reclams.

Alguns periodistes estan intentant una cosa relativament nova, i molt senzilla: fer periodisme. És a dir, aplicar al fet religiós el mateix rigor i la mateixa serietat professional que es posa per informar, posem per cas, de la Fòrmula 1. A cap dels periodistes que segueixen la caravana de pilots i escuderies de circuit a circuit se li demana que sàpiga conduir un d’aquells cotxes de carreres. Però a tots se’ls exigeix, en canvi, que expliquin bé què és un pit-stop, com s’obté una pole o quina reglamentació afecta al carburant. Mentre aquesta exigència de professionalitat estigui present, fins i tot els que som aficionats de Ferrari tolerem que se’ls noti que aposten per Red Bull.

El dia que la religió del periodisme deixi de veure el periodisme religiós com l’aneguet lleig, la opinió publicada serà més completa i la religió sortirà de les trinxeres defensives on, per instint de supervivència, tantes vegades s’ha hagut de refugiar.

Why Gaudí’s Sagrada Família is a cathedral for our times

Source: Austen Ivereigh // Guardian http://www.guardian.co.uk/commentisfree/belief/2010/nov/16/gaudi-sagrada-familia-cathedral-for-our-times

Antoni Gaudí (1852-1926), architect of the awesome basilica consecrated by Pope Benedict in Barcelona on Sunday 7 November, didn’t think he was building Europe’s last great Catholic cathedral. The Sagrada Família, he said, was the first of the new Christian era. He built it to speak to a post-industrial, secularised world, to heal the divide between faith and reason, truth and freedom, art and God; and to do so not through a restatement of the past but starting from creation itself.

We have long been familiar with the Sagrada’s towers and facades, the way the building erupts from Barcelona’s suburbs, reaching for the skies. But on the day it was consecrated, thanks to a spidercam deftly directed by the local television station, TV3, millions saw for the first time the recently-completed interior – a thrilling petrified forest of light, colour and space. The Basilica’s modernity, as Pope Benedict observed in his homily, lies in the way Gaudí internalises what is usually left outside – plants, animals, nature – while putting on its outside what is normally confined within church walls: altarpieces and sculptures narrating the Christian salvation story.

In an age when “modern” art strains to reject and disconcert for its own sake, Gaudí’s originality stands out as far more radical and authentic. Focussing intensely on the forms of nature, he discovered that true beauty lies in uncovering and being faithful to those forms, rather than striving after beauty, which results merely in artifice. Through dozens of 65ft-high tropical trunks rising up to a forest-like canopy through which the sun’s rays pour and dance across the walls, the Sagrada’s interior creates a heavenly vision of the New Jerusalem – not a ponderous, grandiloquent, statement of a powerful institution, but a glimpse of God, something free and light and generous and intensely beautiful, a space fit for soaring spirits.

Gaudí’s own life is a very modern one. He ignored his Catholic faith until he was 42, by which time he was a famous and well-paid architect, something of a dandy courted by wealthy Barcelona industrialists to design their show-off houses. He was the leading light of the Catalan movement of arts and crafts known as the Renaixença, and knew he was far ahead of his generation. But he was knocked off course by being rejected by a woman he loved, and began to explore – in a very modern, considered way, in full knowledge of the alternatives – the beliefs in which he had until then shown little interest. Over the next 30 years, he shed his wealth, spent more and more time in prayer, gave up meat and alcohol, put his money into improving the lot of the poor of his barrio, and dedicated himself entirely to the Sagrada Família, convinced that God had called him to this great task. He died, after being run over by a tram aged 72, a beloved pauper, lauded as genius and admired as a saint.

The church is now on its way to officially declaring him one, not because of his magnificent creation – although, of course, the Sagrada cannot be separated from his faith – but because of the evidence and fruits of a life geared to God. Unlike other geniuses such as Picasso (who loathed Gaudí for ideological reasons but was indebted to his art) or Mozart, Gaudí never burned out. He understood that artistic genius was a powerful gift, which led to a reckless ego; he actively compensated for that gift through penance and expiation, self-sacrifice and giving. Convinced that God is revealed first through His creation, his faith led his genius and technical prowess ever deeper into the origins of beauty, not away from them. At a time when technological progress leads to arrogance, Gaudí offers leaves and lizards, eggs and branches, and asks us to look again.

That is why Gaudí the saint and his great Basilica are the perfect signposts for the contemporary church to place in the path of the modern seeker. And they offer a way out of the wounds of Spain’s civil war, still seen in the tragic division between left and right, Catholics and anticlericals. Gaudí was a catalanista, arrested in the 1920s for refusing to speak Castilian to an army officer. Catalan nationalism has always been close to the local church, and the sight of the pope using Catalan at the mass at the Sagrada Família, symbol of Catalan pride, pours balm on old wounds.

Gaudí’s great basilica has been built, mostly, from the entrance fees from Europe’s agnostic tourists: it attracts 2 million visitors a year, more than the Prado and the Alhambra. They come, in the age of The Da Vinci Code, curious about symbols and signs, and find that the Sagrada Família, perhaps the greatest attempt since Dante to condense the whole of Christian teaching into a single work, is packed with them. Yet there is nothing opaque about it. Unlike St Peter’s in Rome, which conceals and intimidates as much as it gives glory, Barcelona’s basilica opens up in its entirety the moment you step inside – the perfect space for a culture suspicious of institutions, but which is restless for something greater than ourselves.

Pope’s visit: Moral absolutes and crumbling empires

Source: http://www.guardian.co.uk/commentisfree/belief/2010/sep/17/pope-visit-moral-absolutes

Andrew Brown // Guardian

This was the end of the British Empire. In all the four centuries from Elizabeth I to Elizabeth II, England has been defined as a Protestant nation. The Catholics were the Other; sometimes violent terrorists and rebels, sometimes merely dirty immigrants. The sense that this was a nation specially blessed by God arose from a deeply anti-Catholic reading of the Bible. Yet it was central to English self-understanding when Queen Elizabeth II was crowned in 1952, and swore to uphold the Protestant religion by law established.

For all of those 400 or so years it would have been unthinkable that a pope should stand in Westminster Hall and praise Sir Thomas More, who died to defend the pope’s sovereignty against the king’s. Rebellion against the pope was the foundational act of English power. And now the power is gone, and perhaps the rebellion has gone, too. Perhaps, though, it has not. First there was Rowan Williams, making the point that when the Anglican and Roman Catholic bishops of England mingled in Lambeth Palace, all alike were bishops. This the pope, of course, denies. Then there is our stubborn attachment to the notion that all you really need is decency, rather than theology. This, too, the pope denies, and the section of his speech dealing with that was the most interesting part. “If moral principles underpinning the democratic process are themselves determined by nothing more solid than social consensus, then the fragility of the process becomes all too evident – herein lies the real challenge for democracy.”

This is a deeply conservative and pessimistic view of human nature. He praised our “pluralist democracy which places great value on freedom of speech, freedom of political affiliation and respect for the rule of law, with a strong sense of the individual’s rights and duties, and of the equality of all citizens before the law.”

Indeed, he thinks that this is more or less what Catholic doctrine points towards. But he does not think it is or can be stable without an explicit and worked out moral and ethical dimension based on absolute principles – for him, obviously, Catholic Christianity. Social, scientific, and economic change all bring new moral challenges.

These worries are not unique to Catholics. The philosopher Mary Warnock whose work on bioethics shaped modern British law on such subjects as embryo experimentation, to the horror of Catholic bioethicists, approaches them from the other side in her new book Dishonest to God.

But in Benedict’s view, these cannot be met simply by the consensus of the great and good, as modern British society tends to do.

This is not an invitation to theocracy: “The role of religion in political debate is not so much to supply these norms … but rather to help purify and shed light upon the application of reason to the discovery of objective moral principle”.

But the claim that there are objective moral principles is itself controversial. The clash of such principles or their reduction into common sense, was what British society thought it had outgrown. Perhaps that, too, was an illusion of empire.